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63.CAC Lusitanos

Mi conclusión definitiva acerca de Portugal, después de mi primer viaje en 1983, fue que el casco de motorista se había convertido en elemento imprescindible dentro de la indumentaria nacional. Una prenda en principio accesoria que, al margen de las carreteras, en ese país parecía haber pasado a presidir por completo la vida cotidiana de los ciudadanos, ampliando así las capacidades de la función para la que fue originariamente concebida.

Estaban los portugueses por aquel entonces, al igual que los españoles, en el umbral de la comunidad europea. Época crucial en la que, tanto unos como otros, debíamos demostrar a nuestros futuros socios comunitarios que no éramos tan palurdos como ellos, en principio, creían. Aquel gran reto social nos condujo sin remisión a la estrepitosa locura de tener que adaptarnos, para ponernos a la altura de los verdaderos europeos, a toda una serie de novísimas reglamentaciones que, en el fondo, no iban con nuestra forma de ser, mucho más libre, más... artesana. Y así lo hicimos, pero de tal manera, todo a la vez y a trompicones, que la nueva situación acabó originándonos un monumental empacho de modernidad.

Durante los primeros días en el país vecino, comencé a notar algo poco habitual en las calles, y también en interiores. Me sorprendía aquella gente, pero no acertaba a dar con el motivo de mi desconcierto. Había algo en el ambiente que no encajaba con el esquema preestablecido que uno puede tener de la percepción. Y no llegué a saber lo que realmente estaba sucediendo hasta bien avanzado mi periplo. Fue durante una proyección en un cine del centro de Coimbra, cuando di con el enigma. La señora que se sentaba delante mí, llevaba un casco puesto; casco que, como es lógico, me impedía ver una gran parte de la pantalla. Por supuesto, le hice partícipe de mi problema. Confundida pero sin dejar de prestar atención a las imágenes, me pidió disculpas alegando que no se había dado cuenta de que lo llevaba puesto, y se lo quitó al instante. El descubrimiento no hizo sino intranquilizarme aún más. Me olvidé por completo de la película que había ido a ver, para dedicarme a penetrar en la negritud de la sala. Descubrí que la excusa de la portuguesa era común a más de la mitad de la concurrencia, allí casi todo el mundo llevaba un casco puesto. Sesenta y tres unidades contabilicé. Aquel hecho me llevó instantáneamente a pensar que ese era un tema de gran alcance, no el descuido casual de unas cuantas personas.

En efecto, el protector de cráneos se había introducido a marchas forzadas en todas las manifestaciones sociales y culturales de un país ansioso por ser otro. Recorriendo Portugal de punta a punta, tuve la oportunidad de poder recopilar infinidad de situaciones en las que el casco era el protagonista trascendental de todas las escenas cotidianas. ¿O quizás fuera yo -llegué a preguntarme en más de una ocasión-, el que estaba dando demasiada importancia a un tema, en el fondo, poco relevante? No: las colas de los supermercados estaban llenas de gente con casco; la mayoría de los recepcionistas y conserjes de los hoteles en los que me hospedé, después de lo del cine, llevaban casco; una farmacéutica que me había vendido pastillas para la tos en Setúbal llevaba casco; los padres y las madres acompañaban a los hijos al colegio con el casco en la cabeza, y los mismos niños también lo llevaban para hacer esa ruta familiar; las matronas que vendían el pescado en las lonjas también llevaban casco, y los guías turísticos hacían sus recorridos por la ciudad con el casco bien calado y mejor atado que todos los demás. Innumerables ejemplos constatados que me hicieron suponer que esa gente se lo enfundaba por la mañana al levantarse, y no se la quitaban hasta la noche. Fuesen en moto, en coche, en avión, en tren o andando. Incluso llegué a pensar que algunos, para protegerse de los malos sueños, dormían también con él.

No obstante, mi verdadera obsesión tuvo que centrarse con los días en la carretera. Fue allí, sobre el asfalto, donde comencé una delirante búsqueda de individuos en su medio específico. Me centré en los ocupantes de pequeñas motoclicletas y ruidosos triciclos a motor. Pues era sobre esos medios de locomoción, tan específicos y mayoritarios, donde aquella materialización de la belleza reglamentarista alcanzaba sus máximos exponentes. En el ámbito de las dos y las tres ruedas pude descubrir infinidad de matices, que jamás se me llegaron a revelar en el de los caminantes. Por ejemplo, que jamás lo llevaban abrochado, o que todos, absolutamente todos, usaban tallas reducidas, lo que les exageraba el volumen de la cabeza en sentido vertical, apepinándola en la mayoría de los casos de una forma grotesca. Circunstancia les confería un aspecto del todo humorístico, que venía a contrastar con la circunspecta expresión de velocidad de sus rostros ensimismados. Me llamaron poderosamente la atención las orejeras peludas que les colgaban a cada lado de la cabeza; orejeras libres por la acción del viento, que ayudaban a dibujar la estela del recorrido, enfatizando aún más si cabía la seriedad de una buena conducción drásticamente normalizada.
Matrimonios de doscientos cincuenta kilos, jóvenes enjutos y fibrosos, amas de casa con la compra de la semana sobre la parrilla trasera, albañiles yendo y viniendo de las obras, macarras ajustados de ropa, oficinistas y profesores: toda una nación con aspecto de futuro; una nación entera con el casco puesto.



 
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